top of page
Buscar

Mi relación amor-odio-amor con el surf


Aquellos que me conocen saben que tenía claro que uno de los primeros deportes a los que me iba a aficionar en Costa Rica era el surf. Y así fue, nada más llegar, aprendí las reglas -aparentemente- básicas de los movimientos, la tabla y el mar. Empecé a alquilar una tabla todos los días, sin dudarlo ni un momento. Cuando llegaba la noche, me iba a dormir pensando que ya quería que fuera la mañana siguiente para meterme al mar: ilusionada, motivada y feliz.


Estaba acostumbrada a practicar deportes en compañía, como el taekwondo, siempre dispuesta a pelear y a divertirme con mis compañeros. Más tarde, llegó el crossfit a mi vida, que, sin duda, lo gozaba el triple cuando teníamos que entrenar en parejas o en grupo. No solo me gustaba compartir la misma pasión con otras personas, sino que también me fascinaba animarlos. En cambio, con el surf fue diferente. Desde el principio me metía sola en el mar, aunque no tenía ni idea de leer las olas -que para mí, es la habilidad más importante y difícil del surf-, y ni mucho menos de las reglas de etiqueta que rigen este deporte. A veces, miraba a las otras personas para reproducir sus mismos movimientos o situar el punto perfecto para esperar la ola. Tampoco sabía que si hay un surfista que está más cerca del pico de la ola y ya está preparado antes que uno mismo, la ola es suya; y por ende, si no conoces o no respetas esa ley, puedes llevarte una mirada reprobatoria, o lo que es peor, causar un accidente. Son cosas que uno va aprendiendo. Tonta de mí, arriesgarme a entrar a ese infinito mar sin profesor, ya que todos esos conocimientos son esenciales para que tu práctica sea exitosa y la disfrutes. Como profesora que soy, fallé en dos cosas. La primera, pensar que no necesitaba un profesor para más tarde darme cuenta de que estaba infravalorando dicho papel, y me decepcioné a mi misma por no valorar a los de mi gremio. La segunda cosa fue no tener la más mínima paciencia conmigo misma para esperar la ola, mientras que cuando estoy dando clases a un estudiante, me considero bastante paciente. A menudo, me enfurruñaba pensando: “Alquilo la tabla por una hora y ya llevo aquí casi quince minutos esperando que venga el próximo set (conjunto de olas), ¡qué pérdida de tiempo!”. Pero, ese fallo se convirtió en un éxito, el mar me enseño a dejar de resoplar y disfrutar de ese momento mágico en el que estás tú encima de la tabla sentada, esperando una ola, y te sientes una persona minúscula en ese inmenso oceáno. Y ahí, te das cuenta de lo poderosa que es la naturaleza y lo mucho que nos falta aprender de ella.

Hasta surfeé en Hawaii con mi querida amiga Patri, otra amante de los deportes a la que admiro y adoro. Nosotras, en una pickup, con las tablas de surf dirigiéndonos a una playa a surfear, qué libertad, qué bonito recuerdo tengo de ese viaje y esas experiencias. Cuando regresé a Costa Rica, estaba tan emocionada, que me compré una tabla de surf -más pequeña que la que usaba cuando las alquilaba- y eso fue un error producto de que estaba mejorando rápido y creí que podía arriesgarme a meterme con una tabla más pequeña. Además, no solo sentía un insaciable espíritu aventurero conmigo sino que también tenía a Mau animándome, como siempre, y compartiendo el mismo amor por este deporte.


A veces, íbamos en bicicleta o en moto con las tablas a surfear a otras playas (como en la foto), ¡era toda una aventura! Podíamos estar tranquilamente tres horas dentro del agua salada. Yo admiraba como Mau bailaba con las olas, era capaz de identificar a donde tenía que remar para agarrar el mejor punto. Mientras, yo intentaba hacer todo eso, me arriesgaba, alguna que otra ola agarraba pero también, algún que otro revolcón me llevaba. Me sentía tan feliz....


Y sin yo esperármelo, una serie de incidentes me hicieron cogerle miedo al mar, y a todo lo relacionado con el agua.¡A mí! Iris: la aventurera que se apuntaba a un bombardeo y nunca decía que no a nada. Más tarde, no solamente al mar si no a muchas otras cosas. De repente, mi identidad cambió, sentí que ya no podía definirme más como aventurera, sino como previsora -a veces de cosas invisibles, ya que solo existían en mi mente-. Si alguna vez has tenido miedo a algo en tu vida, entenderás cómo ese miedo se convierte en pesadillas, en una nube oscura que se apodera de tu valentía, hasta que decides que no quieres vivir así y lo afrontas. No fue mi caso, el miedo me estaba ganando la batalla, así que vendí la tabla, le dije a Mau que a partir de ese momento podíamos continuar con esas aventuras pero mientras él surfeaba, yo podría hacerle fotos

(como estas dos, sin duda, he sido, soy y seré su fan number one) o simplemente quedarme tranquila leyendo un libro en la arena. Y así, por dos años. Después de un año de haberme rendido, intenté volver a meterme al mar. La tabla me golpeó, no disfruté, se me enredó el leash (la cuerda que va de tu tobillo a la tabla) infinitas veces, y lo consideré un intento sin éxito y una señal que me enviaba el universo de que, ese deporte, no podía formar parte de mi vida más.


Hasta que este año, decidí volver a retomar mi cariño al surf y enfrentar mi miedo. Y este post, no solo es para explicar mi relación amor-odio-amor que estoy teniendo con el surf, sino también para poder leerlo una y otra vez cuando dude meterme al océano.



Estoy volviendo al mar con un profesor y con un grupo de mujeres maravillosas y valientes que me ha ayudado y animado a perderle un poco el miedo al mar, sigo teniéndole respeto, obviamente; pero como dice mi esposo, respeto hay que tenerle siempre y no tiene porque ir de la mano con el miedo. ¿Será porque ahora se ha convertido, para mí, en un deporte en compañía y, por eso, lo estoy volviendo a disfrutar? Es posible.




Hoy ha sido un día increíble. Después de dos semanas sin poder surfear por el temporal que ha acechado Costa Rica, ayer salió el sol, y hoy también, lo cual nos dio la esperanza de poder regresar al mar. Desde la mañana nos informaron que podíamos tener clase a la una, pero empezó a llover un poco y las gotas de agua que caían del cielo parecían llevarse mis ganas de volver a ponerme el bañador. No obstante, fue una lluvia muy débil que no duró mucho tiempo y mi querida amiga María no me dio opción de cancelar el plan (¡gracias infinitas!). Y después, ahí estábamos, cuatro damas del surf y nuestro profesor, dentro del agua, encima de nuestras tablas contemplando el hermoso paisaje que embellece Sámara y sintiéndonos afortunadas.


Surfeé varias olas, incluso logré agarrar una que ni mi profesor tuvo la fe de que iba a hacerlo. La sensación de estar parada en la tabla, surfeando la ola, la adrenalina que corre por tus venas, la libertad que te abraza en ese momento, el universo perfectamente en armonía. El sol, las nubes, el mar, las palmeras, el viento, el sonido de la naturaleza, el agua, tu tabla y tú.


Y de repente, empezó a llover. Quiero dejar plasmada en letras esta sensación. Quiero volver a leerla cada vez que dude ponerme el bañador. Y tú, que estás leyéndome, quiero que te teletransportes, que te imagines esta escena. Las gotas cayendo en el mar, dibujando esos perfectos círculos a una distancia casi exacta, ni muy cerca ni muy lejos, sin tocarse unos con otros. De fondo, las palmeras, la gente caminando en la playa. A un lado, la arena, la civilización, las personas siendo y viviendo. Al otro lado, el mar, su infinito horizonte dibujado ante tus ojos, y otro universo paralelo debajo de él, con sus peces, sus corales, su vida, existiendo. En ese momento, sonreí. Por dentro y por fuera. Abrí la boca y bebí lluvia. El calor de las gotas que caían del cielo contrastado con las frías y calientes corrientes de agua que el mar enreda en tus piernas. Y allí estábamos nosotras, esperando a que nuestro profesor dijera nuestro nombre, para empezar a acomodarnos en la tabla, iniciar la remada, y surfear la ola.



117 visualizaciones2 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page